Difícilmente podré olvidarlo todo, aunque mis lagunas mentales que no me dejan volver a la infancia me atacaran.
A veces creo que todo sigue ahí, que no se fue y que llegará otra vez el día de la semana en que empaque mis tacos dorados y pida ride bajo el sol, aplique un dormi y me premie con una michelada del sujeto que siempre está alcoholizado.
¿Cuántos días exactamente habrán pasado? Nunca los conté, no esperaba sentir que vivía dentro de un periodo determinado de tiempo, aunque así lo fuera, me sentiría como un preso, y la cuestión es que sentía todo lo contrario. Una extraña libertad de esa que no se fundamenta en “hacer lo que cada quien quiera”, como muchos lo creen. Era una libertad de decir estupideces las 24 horas del día, de comer una vez al día porque el tiempo no te dejaba, o por la flojera de preparar algo; de irte a correr o quedarte tumbada en un cuadro lleno de tiliches durante toda la tarde. De intentar dormir para sólo conseguir pesadillas y muchas tareas pendientes.
Nunca conté las fiestas, las aguas locas ni los lapsos de pérdida de consciencia, vivíamos así, al paso de los días, con una parte que sabía qué hacía ahí y era responsable, y con otra parte que simplemente iba reaccionando a lo que la fortuna le ponía de frente para alegrarle el día.
Mañanas casi congeladas que nos hacían salir como niños de primaria a quienes su mamá no abriga, cruzar una avenida llena de neblina y regresar a comprar huevo y un birote, que parecía todo menos birote, después de una absurda clase. Desayunar lentamente hasta que se hiciera tarde.
Meter más de diez personas en una casa de horribles colores, calurosa y patéticamente decorada por el afán de estar ahí juntos. Descubrir que la casa nos quedaba chica y que necesitábamos una estructura que pudiera llamarse hogar, encontrarla y luchar por ella. Premiarnos con paletas de hielo cuando pagábamos y vivir, primero como el club de Lulú y luego como escuela mixta. Ir y venir, ser como los niños que no salen de casa sin su hermanito, que no comen paleta sin antes asegurarse de que su gemelo también tenga una, que pueden hacer muchas cosas pero que prefieren desarrollarse en conjunto, haciendo una mezcla útil. Tener fama de cinco minutos y después perderla sin haberla conocido.
Más de una vez viajamos, entre cholos, camiones, lugares nuevos y vistas lejanas, sin incomodidades, sin vergüenza y en un momento del camino, sin prudencia ni pena. Nos conocimos casi todo y sin embargo mantuvimos ese toque de secretos que nunca conocieron los demás, por eso no nos perdimos el encanto, por eso seguíamos siendo importantes unos para otros.
Podría intentar recordar todo lo que pasaba antes de dormir, las pláticas, las comidas, las bebidas bajo la terraza en las tardes calurosas en las que los pies podían ir a la tienda y cargar botellas vacías, pero se hacía imposible cruzar la avenida y llegar a un cuarto con aire acondicionado intenso que propiciaba profundo sueño. Tratar de recordar las peleas, los juegos, los vecinos, con canciones y con chismes, los pasteles y las sorpresas que terminaban siendo descubiertas. Rascar todavía más y buscar las detalles, las frases de pared y las de la mente perdida, las fotos no tomadas, las actuaciones y los bailes. Por más que tratara de hacer un ejercicio de memoria, sé que muchas cosas se perderían por el momento, besos abrazos y apapachos, palabras, acciones, motivos, lecciones, partes de mi vida; también sé que las recordaré tiempo después, cuando crea que ya las había olvidado.
Todos los días, en muchos de las acciones que aparentemente son normales en mi día, hago una relación con lo que hacíamos. Todos los días recuerdo frases, todos los días pienso que el tiempo pasó muy rápido y que lo mejor sería que no hubiera pasado, que se hubiera quedado. A veces soy racional y me digo a mí misma que son procesos, son círculos y etapas que deben seguir el camino, que todo eso me hace ser parte de lo que ahora soy, que no fue coincidencia y que fue genial. A veces soy más bestia, me pongo sentimental y escribo lo que mil veces he dicho ya: que ojalá pudiera prolongarse, que el tiempo no lo afectara y que pudiéramos seguir creciendo pero así, bajo ese contexto de circunstancias.
Todo a su tiempo, todo en su momento. Cerati, sin coma, diría que todo nos sirve y nada se pierde, que lo transformamos, y es cierto, pero a veces me dan ganas de ser terca y hacer berrinche porque los extraño. Bloqueo la parte pensante que me dice que esto tenía que pasar, que es normal y que vienen cosas mejores. Un momento de lucidez y sé que nunca me he alejado de las personas importantes en mi vida, luego un momento triste y el gran PERO de que ya no es lo mismo, y no podrá serlo, así, tal cual, nunca más.
Tal vez no nos avisaron de que ese momento de la vida tenía fecha de caducidad, o seguramente llegamos tarde cuando dieron ese aviso.